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El insolidario

Minority Report y otras historias

Archivado en: Cuaderno de lecturas, sobre "Minority Report y otras historias" de Philip K. Dick

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            Siempre me ha llamado la atención la preponderancia de los diálogos en las narraciones de Philip K. Dick, en gran medida articuladas en torno a lo que se dicen sus personajes. Las descripciones, disertaciones, elucubraciones y demás asuntos, que componen el armazón en otros relatos, en Dick se ven reducidas a su mínima expresión. Deduzco de ello un par de cosas: el menosprecio que el mundo académico dedica a este maestro de la ciencia ficción -al esponjar el texto los diálogos parecen restarle gravedad- y el desasosiego con el que Dick escribió todas esas páginas en las que el cine ha encontrado una inagotable fuente de inspiración.

            Contemplado de ordinario desde la perspectiva de la ficción científica, que no desde la contracultural, tiende así a olvidarse -a buen seguro que por la mala prensa que esas cosas tienen en nuestros días- que el escritor también fue un apóstol del otro lado de las Puertas de la Percepción y del LSD 25. Propenso al desequilibrio desde que nació, su prolongada toxicomanía acabó por horadarle el cerebro de forma irreversible. Emmanuel Carrèrre, su biógrafo, sostiene que en 1974, "tras los años de vagabundeo espantoso, el escritor tuvo una experiencia mística, y hasta el momento de su muerte se preguntó si era un profeta o el juguete de una psicosis paranoica, y si existía una diferencia entre ambos".

            Ya entrando en los relatos reunidos en Minority Report y otras historias (Ediciones B, 2002), no hace falta ser el doctor Freud para comprender que la implicación de Lisa -la esposa Anderton en el que da título al conjunto-, en la conspiración que se ha tramado contra su marido en Precrimen -la agencia que Anderton dirige-, es directamente proporcional a los temores que debieron inspirarle al escritor sus mujeres, a las que perdió una tras otra.

            Como le ocurrirá a todo el mundo, siempre que veo una película con anterioridad a la lectura del relato original se me impone la comparación del texto con el filme. Además de en el nombre de la mujer de la mujer de Anderton -Lara Clarke (Kathryn Morris) y ya divorciada en la adaptación de Spielberg- han sido varias las diferencias que he detectado.

            La más sustancial es la dilatación de la propuesta de Dick hasta conseguir una de las mejores películas de Spielberg, quien como el lector de esta bitácora sabe es un cineasta que de ordinario detesto. Y es que esos textos esponjados del desdichado maestro de la ciencia ficción contemporánea, además de plantear algunos de los principales asuntos a los que viene dándole vueltas el género desde la adaptación de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1969), que Ridley Scott estrenó en el 82 con el título de Blade Runner, se antojan que ni pintados como sinopsis de argumentos cinematográficos que guionistas y realizadores pueden extender a placer.

            En el original, la historia de Anderton se limita a su peripecia para obtener el informe del precog disidente. También aquí, la chica -Donna frente a la Agatha (Samantha Morton) de la pantalla- es esa minoría divergente en su precognición. Sus compañeros son quienes anuncian el crimen que el propio Anderton va a cometer.

            Y aquí también hay un interés del Senado en desmantelar un departamento que lleva a inocentes a la cárcel. Lo son por el simple hecho de que se les detiene en base a la precognición de de "los monos" -que llaman en Precrimen a los videntes- antes de que hayan cometido los asesinatos.

            Pero toda esa historia del hijo de Anderton no aparece ni por el forro. No hay duda de que es consecuencia de la monomanía de Spielberg con los niños y sus guionistas -Scott Fran y Jon Cohen- lo escribieron al dictado del realizador.

            Aquí el asesinato que se le anuncia a Anderton es el del general Kaplan, un hombre a quien no conoce. Sin embargo, como se le predice, acabará asesinándole.

            No obstante, la huida del jefe de Precrimen de sus antiguos compañeros es mucho más reposada. No en vano, cuando comienza el relato, Anderton se lamenta de estar envejeciendo. Toda esa acción de la pantalla fue concebida para el lucimiento de Tom Cruise, el Anderton de Spielberg.

            No quiero decir con ello que la adaptación desmerezca al original. Todo lo contrario. Es tan fiel al universo de Dick que incluso esos pequeños espías, que utiliza Precrimen para leer las pupilas de los vecinos del inmueble donde se esconde Anderton en la película, me han recordado a la garras de Segunda variedad, mi favorita de las historias aquí reunidas.

            En cuanto al espíritu del texto, la cinta también lo sintetiza a la perfección. En ambos casos Minority Report viene a contarnos la historia de un tipo que acaba siendo victima del sistema que él mismo dirige y ayudó a crear, una unidad de un inquietante estado venidero que permite la detención de los futuros criminales en base a las dudosas visiones de unos idiotas.

*****

            Otra de las cosas que más me llaman la atención es la maestría con la que Dick introduce en la vida cotidiana de sus protagonistas prodigios del porvenir y otros lugares del Universo. Wiseman, el protagonista de Juegos de guerra, es un hombre que trabaja en una agencia que vela porque cumplan los debidos requisitos los juguetes importados a la Tierra desde Ganímedes, Urano y otros puntos del Universo.

            Entre las importaciones que Wiseman ha de inspeccionar, destacan unos soldados que asaltan una ciudadela de una forma inteligente y diferente cada vez. También hay un disfraz de vaquero que proporciona a quien lo viste una realidad virtual en la que es transportado al Oeste.

            Pero ninguno de estos juegos será autorizado para su comercialización en nuestro planeta. El único que consigue el permiso es uno llamado Síndrome, una nueva versión del Monopoly, a la inversa del tradicional. Joe Hauck es el representante de la empresa que pretende ponerlo en circulación y distrae un ejemplar del juego para llevárselo a sus hijos. Aunque él no le ve la gracia a un juego "donde el que gana se queda sin nada", los muchachos se muestran entusiasmados con la pérdida de las acciones y el dinero que imponen las reglas del Síndrome.

            Pese a que la esposa de Hauck decide que es el mejor juego didáctico que ha entrado en su hogar, Juego de guerra es el relato que menos me ha interesado de toda la selección. Esa idea de que lo bueno es desprenderse del dinero me ha recordado eso de que el hombre feliz no tiene camisa y otras simplezas de antaño. Nada que ver, en cualquier caso, con el pesimismo habitual del autor.

*****

            Sus manías persecutorias fueron a Dick una fuente de materia literaria semejante a la que la que su imaginación proporcionó a Julio Verne. Aunque empiezo a pensar que Dick es a la ciencia ficción contemporánea lo que Wells a la clásica, que no lo que Verne, como había sostenido hasta ahora. La pesadumbre del maestro estadounidense -e incluso su preocupación por los totalitarismos y los más siniestros procedimientos de los estados- está mucho más cerca de la gravedad de H. G. Wells que de la fantasía sin más -aunque ya sea bastante por supuesto- de Verne.

            Como su propio nombre indica, Lo que dicen los muertos es el primero de los textos aquí reunidos que hace presagiar ese extravío en el que se perdió para siempre ese antiguo explorador de la conciencia que fue Dick. En líneas generales, la desatinada ocurrencia vendría a proponer que los vivos estamos muertos y viceversa.

            Aunque la redacción de esta pieza data de comienzos de los años 60 -está registrado en 1964-, tampoco hace falta ser un precog para presentir en estas páginas ciertos atisbos de esa llamada de la divinidad, de esa experiencia mística del 74, de la que, según Carrère, nunca habría de regresar Philip K. Dick.

            La historia gira en torno a Louis Sarapis, un prominente empresario, en La Tierra y en Marte, recién fallecido. Gracias a esos prodigios del porvenir, debe ser resucitado a cierta semivida por Johnny Barefoot, uno de sus agentes de relaciones públicas.

            Además de esto, Barefoot ha de poner la empresa en manos de Kathy Egmond. Esta joven, nieta y heredera de Sarapis, es una antigua toxicómana que vive en Calisto y regresa a La Tierra para hacerse cargo de la herencia.

            Empezando por la imposibilidad del proceso de resurrección, entre las intrigas que habrá de resolver Barefoot para llevar a cabo su cometido, no falta el adulterio que cabría esperar en un autor que vio marcharse a sus mujeres una tras otra.

            Pero lo más curioso, lo que permite atisbar el posterior desvarío de Dick con la divinidad, es "esa voz del espacio exterior que desconcierta los científicos" y se interfiere en todas las comunicaciones de La Tierra a favor de los intereses que dejó expresos Sarapis.

            Destaca entre esos deseos el triunfo electoral de un político, Alfonso Gam. Tras una peripecia desarrollada en una San Francisco venidera, en la que se viaja en cópter -vehículos que vuelan como los de Blade Runner- aunque aún se lee el periódico, Kathy resulta ser Zarpáis, a quien devoró antes de que su abuelo pudiera pasar a la semivida. También fue ella quien planeó junto a Gam lo necesario para las grabaciones que han estado interfiriendo en los medios de comunicación en beneficio de la campaña electoral del político.

            No obstante, Kathy anuncia que también devorará a Gam e incluso a Barefoot mismo. El propósito de la inquietante joven es devorar a todo el mundo según vayan muriendo. Todo muy en consonancia con las conocidas brumas de Dick.

            Por otro lado hay algo a lo que no se le suele asociar: la lectura de los clásicos de la novelística del siglo XX. No obstante lo cual, la alusión al Finnegans Wake (1939) de James Joyce de la página 118 viene a demostrar lo contrario.

*****

            Desde siempre he tenido la teoría de que nuestro autor, antes de convertirse en ese maestro de la ciencia ficción contemporánea que es, quiso ser un escritor beat. Más beatnick que hippie, por lo tanto, la universidad de Berkeley que frecuentó a finales de los 40 aún no había alumbrado ese espíritu que algunos años después, ya a finales de los 60, inspiraría las revueltas de todos los campus estadounidenses.

            Sin embargo, ya he creído percibir en los veteranos de la ONU de la Guerra Blobel de ¡Oh, ser un blobel! el mismo escepticismo que el de los veteranos del conflicto vietnamita, contra el que se alzó el espíritu de Berkeley, mostrado por el cine hasta la saciedad.

            George Munster fue un combatiente de la ONU en la Guerra Blobel, desatada en Marte en los años 90 del pasado siglo por un asunto concerniente a ese imperialismo terrícola tan común en la ciencia ficción contemporánea. Destinado a labores de espionaje, se le había transformado hasta convertirle en un blobel, "un guiñapo humano de aspecto unicelular".

            Ya licenciado de sus obligaciones militares, Munster sigue sufriendo la transformación esporádicamente. Aunque sólo es un blobel por un espacio de tiempo limitado, esto determina toda su vida. Sólo encuentra compresión en el lugar donde se reúne con otros veteranos de la Guerra Blobel.

            Eso es lo que hay cuando el médico que le trata le presenta a una blobel que padece el mismo mal que Munster pero a la inversa, esporádicamente se convierte en una mujer. El amor surge entre ellos y se casan. Tienen hijos que parecen reproducir las Leyes de Mendel y todo marcha bien hasta que la convivencia se empieza a deteriorar y George comienza a odiar a su mujer y a los hijos que son como ella.

            Surge entonces la oportunidad de adoptar una sola forma de un modo permanente y ella decide convertirse en una mujer en la ignorancia de que Munster se ha convertido en un blobel.

            Con todo, quien fuera George Munster se hará rico al abandonar San Francisco e instalarse en el planeta de los blobel.

*****

            Podemos recordarlo por usted al por mayor viene a confirmar mi teoría sobre lo dados que son a su prolongación, en sus adaptaciones cinematográficas, los relatos del atormentado Dick. El texto original se limita a referirnos la experiencia de Douglas Quail, un modesto empleado casado con Kristen, una mujer que todos los días le despierta con su "irritación habitual". Nada que ver, en un principio, con Lori (Sharon Stone) la mujer de Quail en Desafío total, la adaptación de esta pieza estrenada en el 90 por Paul Verhoeven.

            Convencido de que nunca podrá hacer realidad su sueño de viajar a Marte, Quail decide recurrir a los servicios de Rekal Incorporated para que le implanten los recuerdos de ese viaje irrealizable. Le recibe una joven con el pecho desnudo y de colores fabulosos. Esto, unido al apunte sobre las mujeres que se ofrecen a los asistentes a la recepción de El Benefactor Absoluto del Pueblo en La fe de nuestros padres, me lleva a pensar que Dick copulaba alucinado o, por mejor decir, le hubiese gustado hacerlo. Cualquiera que haya tenido una experiencia alucinógena sabe que es muy difícil conseguir la satisfacción sexual en esas circunstancias. Más aún que estando borracho. Pero no divaguemos.

            Cuando los encargados de Rekal Incorporated se disponen a insertarle los implantes que ha solicitado, descubren que Quail ha estado de verdad en Marte y que alguien ha manipulado su memoria para que lo olvidara.

            Una vez evocados los recuerdos que dormían, lo que está a punto de costarle la razón, Quail descubre que en el Planeta Rojo fue el asesino de una organización llamada Interplan. No tarda en ser perseguido por la policía en una de esas conspiraciones, de todos contra el protagonista, tan comunes en este autor. Y tan elocuentes, respecto a ese convencimiento de ser el único vivo en un mundo de muertos, que le abrumó entre otros muchos tormentos.

            Como el espectador de Desafío total sabe, buena parte de la adaptación sucede en Marte, con Quail luchando junto a los miembros de la resistencia mutante contra Cohaagen (Ronny Cox), el director de la colonia terrícola que les quiere robar el aire. De todo ello no hay nada en estas páginas, que se limitan a dar noticia de la peripecia de su protagonista en nuestro planeta.

            Bien es cierto que la implicación de Kristen en la trama contra su marido es exactamente igual que la de Lori -con lo que volvemos a esa otra obsesión del Dick que perdió una tras otra a sus mujeres a la que me vengo refiriendo-, pero todo lo referente a los mutantes -que a buen seguro inspiró al Alex de la Iglesia de Acción mutante (1993)- no aparece en el original del desdichado Dick.

*****

            Publicado originalmente en 1967, La fe de nuestros padres es claramente heredero de 1984 (1948) la distopía de Orwell. Y, al igual que Fluyan mis lágrimas dijo el policía (1975), una de las novelas más celebradas de su autor, es una ucronía. Sí señor, el autor parte de un hecho que pudo ser, la implantación del comunismo en el mundo entero, tras lo que parece haber sido una victoria del ejército oriental en la Guerra de Vietnam, aquí llamada Colosal Guerra Final de Liberación Nacional. Pero también reñida contra los imperialistas.

            Si tras este conflicto he creído entrever el que libraban las tropas estadounidenses en el sudeste asiático, cuando el gran Dick escribía estas páginas, ha sido porque el relato comienza en Hanoi. No deja de ser curioso que Dick, con ocho años de anticipación, presagiara el triunfo vietnamita.

            Tung Chien, el protagonista de La fe de nuestros padres, es un funcionario del Ministerio de Artefactos Culturales. Para ascender en la nomenclatura del partido, Darius Pethel -futuro director de un "establecimiento ideológico y cultural, de carácter didáctico" que va a inaugurarse en San Fernando, California- le encomienda la lectura de los exámenes de los dos mil estudiantes del nuevo centro.

            El Benefactor Absoluto del Pueblo -el Gran Hermano de esta pieza- ha escogido personalmente a Chien para que determine si arde en los estudiantes auténtico fervor revolucionario o si repiten las consignas por fingimiento.

            Apenas comienza a escrutar los versos del primer examen, he percibido tras El Benefactor Absoluto del Pueblo la poética de Mao. Ello me lleva a pensar que es El Gran Timonel de la revolución china, que no Stalin, quien late tras el líder de este relato. En cualquier caso, su omnipresencia es la misma que la del Gran Hermano de Orwell en 1984.

            Toxicómano, como tantos protagonistas de Dick, uno de los alucinógenos que consume Chien le hace ver a El Benefactor Absoluto del Pueblo con una extraña forma en una de las imágenes que la televisión ofrece de Su Grandeza.

            La joven que le vende la sustancia que le proporciona dicha visión, Tanya Lee, resulta ser miembro del Grupo Amarillo, una facción de opositores que quieren acabar con el comunismo demostrando que Su Grandeza es un extraño ser sobre natural. Son conscientes de que El Benefactor Absoluto del Pueblo ha reparado en Chien y se dispone a recibirle en su palacio. Para que descubra entonces quién es realmente el líder, Tanya suministra a Chien más alucinógenos y le da las instrucciones precisas.

            Llegado el momento de la recepción, tras observar a esas mujeres ya aludidas, desnudas y dispuestas para los invitados, Chien descubre a Su Grandeza. Éste, en efecto, es un ser amorfo, semejante a un blobel. Acaso a uno de los primigenios de Lovecraft.

            En cualquier caso, El Benefactor Absoluto del Pueblo no sólo es el líder del PC y el dirigente mundial. También es el líder y dirigente de la oposición y de los grupos como el de Tanya que luchan contra él.

            A estas alturas de mi vida, en que la rebelión me inspira la misma indiferencia -y se me antoja igual de inútil, claro- que la sumisión, este final me ha parecido uno de los mejores de toda la selección.

*****

            De La hormiga eléctrica podría decirse que es el clásico relato de Philip K. Dick que espera leer quien ha visto Blade Runner e incluso leído ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Al igual que la Rachael de la cinta y de su original literario, a Garson Poole, el protagonista de esta pieza -cuya acción, como la de ¿Sueñan...? también está fechada en el ya lejano 1992-, descubre que su vida es artificial. Es un robot orgánico, una hormiga eléctrica.

            En su caso, la verdad le es dada después de un accidente, en el que pierde la mano. Cuando en el hospital descubren que no es humano, deciden pasarle la cuenta y mandarle a un taller de reparación.

            Afortunadamente para Poole, en apariencia, la Nueva York donde vive la vida artificial no es perseguida con el empeño que Rick Deckard ponía en la retirada de los Nexus 6 de San Francisco en la novela, o de Los Ángeles en el filme. Danceman, el director de la fábrica donde Poole está empleado como directivo, le comunica sin mayor problema que, aunque él lo ignorara, fue diseñado para cumplir su cometido a la perfección.

            Ya consciente de su condición, hurgando en su interior, descubre una cinta de vídeo y se da cuenta de que manipulándola puede controlar su tiempo, revertirlo. Tras llamar a Sarah Benton, su secretaria lleva a cabo su primer experimento.

            Cuando vuelve de él, ella le comenta que durante dos horas y media ha parecido estar muerto. Tanto ha sido así que ella ha llamado al director de la fábrica y éste se ha puesto en contacto con la gente de mantenimiento de las hormigas eléctricas.

            Cuando los técnicos se van, Poole, fascinado por como va perdiendo la conciencia de la realidad, vuele a manipular la cinta. Pero está vez ya se autoestropea de forma irreparable. Cuando Sarah se pone en contacto con Danceman para comunicarle lo ocurrido, el tono de la conversación que mantienen da a entender que esa autodestrucción era el final que habían dispuesto subrepticiamente para la hormiga eléctrica.

            Con lo que Sarah no contaba era con ella también empezaría a dejar de funcionar tras la autodestrucción de Poole. Porque ella también es un robot orgánico cuya existencia estaba supedita, era un accesorio, de la de Poole.

            Además de esas dudas acerca de la realidad -la gran paranoia de Dick que dio lugar a uno de los grandes asuntos de la ciencia ficción contemporánea- en esta pieza también he creído percibir resonancias de esa larga y lenta autodestrucción que fue la vida de su autor.

*****

            Vaya por delante que no he tenido oportunidad de ver Asesinos cibernéticos (1995), la cinta de Christian Duguay basada en Segunda variedad. Pero el original de Dick ha sido el relato que más me conmovido de toda esta selección. Registrado en 1953, puede pensarse que su redacción no fue muy anterior.

            De lo que no cabe duda, siendo como es una auténtica pastoral poscatástrofe, es de que participa de aquel miedo al holocausto atómico que inspiraba al género en aquellos años, pues asistimos al paisaje desolado tras una guerra entre los rusos y las fuerzas estadounidenses de la ONU, el ejército en el que suelen formar los protagonistas del desdichado Dick.

            Las garras -ya entrando en harina- son unos ingenios diminutos que salen de entre las ruinas para perseguir a los enemigos hasta matarlos de forma implacable. A mí se me antojan semejantes a los espías de Precrimen que leen las pupilas de la gente en el Minority... de Spielberg. Luego de que un enviado ruso, que se acerca al búnker estadounidense, sea muerto por una garra, los norteamericanos descubren que el soldado llevaba un mensaje emplazándoles para una conferencia.

            Tras consultar con la Base Lunar donde se encuentra el alto mando, ya que La Tierra ha quedado inhabitable para la Humanidad por no es más que un inmenso paisaje desolado que ha sucedido a una batalla, el mayor Hendricks se pone en marcha hacia el búnker ruso.

            Protegido con un brazalete que hace que le reconozcan las garras, el oficial pasa entre sus escondrijos con la misma seguridad que avanza un soldado entre las mimas que ha colocado su propio ejército. Su camino discurre en una tensa calma hasta que le sale al paso un patético niño, indolente y misterioso, que, sin dejar de abrazar nunca un oso de peluche, se le une sin decir nada. Hendricks le ofrece comida pero el pequeño la rechaza.

            Ya llegando a la posición rusa, sus ocupantes abaten sin piedad al pequeño. Cuando el estadounidense pide explicaciones a sus antiguos enemigos, estos le dicen que el niño no era un niño. Era una máquina, aún más letal que las garras, conocida como David. La tercera variedad de los robots asesinos diseñados para apenar a los soldados, pegarse a ellos e introducirse así en las posiciones para acabar con todos sus ocupantes. Y fue precisamente para buscar un modo de combatir a estos androides conjuntamente, para lo que los soviéticos convocaron a la negociación a los estadounidenses.

            Los soviéticos saben bien de que hablan porque los David, que les llaman, entraron en sus búnker mediante ese procedimiento y acabaron con todo el comando de avanzada. Sólo han sobrevivido los dos hombres y la mujer que reciben a Hendricks. A saber, el cabo Rudi Maxer, el soldado Klaus Epstein y Tasso, la chica, quienes se encontraban en la granja donde se refugiaba esta última pasando con ella un ratito agradable.

            Una vez más volvemos a encontrarnos ante uno de los sugerentes casos de vida bastarda de Dick. Cuando los estadounidenses crearon las garras las hicieron capaces de autorepararse y autogenerarse. A raíz de esto, las nefastas máquinas comenzaron a desarrollar androides para acabar con los humanos. A nadie, atento a los asuntos habituales en la ciencia ficción contemporánea, pueden pasársele por alto las concomitancias que guarda esa guerra de las máquinas de la saga Terminator con esta propuesta de Dick. Incluso creo haber leído en alguna sinopsis de algún Terminator alguna cita al torturado Philip como argumentista. Quedémonos de momento con La segunda variedad.

            Los David, como los datos consignados en sus números de serie certifican, sólo son la tercera variedad de esos robots letales creados por las garras. La primera son ciertos soldados heridos que siguen el mismo procedimiento que los David para entrar en las posiciones humanas: suscitar la compasión -la solidaridad que diríamos ahora- de los combatientes y, una vez dentro, exterminarlos sin la más mínima compasión. Ese envilecimiento de la misericordia que hay implícito en la imagen de la primera y tercera variedad, el soldado herido y el niño desamparado me encanta. Pero de lo que se trata es de descubrir quiénes son la segunda variedad antes de que esos androides, que aún desconocen, acaben con ellos.

            En un momento dado, Klaus mata a Rudi asegurando que él era la segunda variedad. Pero sus restos demuestran que era un humano. Como ya no queda nadie en su búnker, los soviéticos y Tasso deciden regresar con Hendricks a la posición norteamericana. Durante el camino de vuelta, al oficial estadounidense le resulta imposible establecer comunicación con sus compañeros.

            Ya llegando al búnker estadounidense, Klaus empieza sospechar que Hendricks -quien sigue sin poderse poner en contacto con sus camaradas- es la segunda variedad. De lo que no hay duda es de que toda la posición norteamericana esta tomada por los robots, quienes intentan tender una trampa a Hendricks para que regrese. Pero el mayor, ayudado por Tasso, consigue acabar con todos ellos. Eso sí, resulta mal herido.

            También es Tasso quien da muerte a Klaus. Al hacerlo parece demostrar que Klaus era la segunda variedad. Pero aún queda otra, y en verdad magistral, vuelta de tuerca.

            Ya sólo resta escapar a la Base Lunar y dar en ella cuenta al alto mando de que los robots se han hecho con el control de La Tierra. Pero la nave que hay dispuesta para el vuelo solo admite a una persona.

            Como Hendricks está herido, Tasso, no sin antes golpearle, le convence de que ha de ser ella quien vuele a La Luna. Sólo si consigue llegar a tiempo logrará que manden de la base una nave para rescatarle antes de que las nuevas oleadas de androides, cuya llegada es inminente, caigan sobre él.

            Cuando Tasso ya ha despegado, entre los restos de Klaus, el mayor comprueba que el soldado no era la segunda, sino la cuarta variedad. Un mal pálpito le dice entonces que Tasso era esa segunda variedad de los androides letales, lo que en efecto comprueba cuando entre los David los soldados heridos y el resto de los robots que se le echan encima, hay muchos que reproducen el prototipo de la muchacha.

            Cuando Tasso se introduzca en la Base Lunas, se la abrirá a las máquinas y acabará con todos los hombres que la habitan. La última esperanza de Hendricks, acaso el último hombre vivo en La Tierra, es saber que la segunda variedad, los Tasso ya están empezando a hacer la guerra contra los otros androides. Así fue a demostrarselo su Tasso cuando, para salvarle a él, acabó con todas las máquinas que se habían hecho con la posición norteamericana.

            No me cabe ninguna duda, Segunda variedad es uno de las mejores expresiones del pesimismo de su autor y uno de sus mejores relatos.

*****

            El impostor, al que se refiere el título de la última pieza de la selección, es uno de los responsables de la burbuja protectora que salva a La Tierra de las naves exoespaciales de Alfa Centauro. Nuestro planeta está en liza contra este otro desde tiempo atrás.

            Spence Olham, nuestro impostor, está cansado y sueña con unas vacaciones cuando es detenido por el mayor Peters. Se le acusa de ser un robot que ha matado al verdadero Olham. Lo ha hecho con el propósito de hacer detonar la bomba que lleva en su interior dentro de la burbuja.

            Aunque en el momento de su detención, Olham se encuentra junto a Nelson, un amigo que le conoce desde tiempo atrás y hace algunas referencias a su pasado común, nadie le cree. Su situación comienza a semejarse a la Anderton.

            Aún hay más. Sobre las tribulaciones de uno y otro resuena el calvario de Josef K., el protagonista de El proceso (1924). Recuérdese que Dick estuvo tan abrumado o más que Kafka y que sus protagonistas, como el empleado de banca del checo, son acusados sin ser conscientes de haber hecho nada punible.

            Convencido de que el robot se rompió -escribir "murió" no parece apropiado- estrellándose con su nave, la única manera que tiene Olham de demostrar su inocencia es dar con el aparato utilizado por el androide para llegar a La Tierra. Calcula que allí se encontrarán los restos de los mecanismos y engranajes del androide, los que le permitirán demostrar que él es el verdadero Olham.

            A tal fin, cuando le van a trasladar a la Base Lunar -otra de las constantes del autor son esos cuarteles generales y altos organismos de La Tierra instalados en La Luna-, Olham consigue escapar asegurando a quienes le custodian que si no le dejan marcharse hará estallar la bomba que lleva en su interior.

            Pero el artefacto no estallará hasta que el Olham encuentre la nave y descubra, junto a quienes le detuvieron, que allí se encuentra el cadáver del verdadero Olham. Tal y como le acusaba Peters, nuestro protagonista era un androide venido a la Tierra como una bomba andante, aunque él no lo sabía. "La explosión fue visible hasta en Alfa Centauro", escribe Dick. Sí señor, Philip K. Dick vuelve a dejar constancia de su pesimismo en esta otra espléndida vuelta de tuerca.

Publicado el 23 de marzo de 2012 a las 10:15.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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Homenaje al gran Jean-Pierre Melville

Los amores de Édith

Unos apuntes sobre La reina Margot

Tributo a Yasujiro Ozu con motivo del 50 aniversario de su fallecimiento

Muere Henry Miller

Unos apuntes sobre dos cintas actuales

Las legendarias chicas de los Stones

Unos apuntes sobre el "peplum"

El cine soviético del deshielo

El operador que nos devolvió el blanco y negro

Más real que Homeland

El cine de la Gran Guerra

Del porno a la pantalla comercial

Formentera cinema

Edward Hopper en estado puro

El cine de terror de los años 70

Mi tributo a Lauren Bacall

Mi tributo a Jean Renoir

Una entrevista a Lee Child

Una entrevista a William McLivanney 

Novelistas japonesas

Treinta años de Malevaje

Las grandes rediciones del cómic franco-belga

El estigma de La campana del infierno

Una reedición de Dalton Trumbo

75 años de un canto a la esperanza

Un siglo de El nacimiento de una nación

60 años de Semilla de maldad

Sobre las adaptaciones de Vicente Aranda

Regreso al futuro, treinta años después 

La otra cabeza de Murnau

Un tributo a las actrices de mi adolescencia

Cineastas españoles en Francia

El primer surrealista

La traba como materia literaria

La ilustración infantil de los años 70

Una exposición sobre la UFA

La musa de John Ford

Los icebergs de Jorge Fin

Un recorrido por los cineastas/novelistas -y viceversa-

Ettore Scola

Mi tributo a Jacques Rivette

Una película a la altura de la novela en que se basa

Mi tributo a James Cagney en el trigésimo aniversario de su fallecimiento

Recordando a Audrey Hepburn

El rey de los mamporros

Una guía clásica de la ciencia ficción

Musas de grandes canciones

Memorias de la España del tebeo

70 años de la revista Tintín

Ediciones JC regresa a sus orígenes

Seis claves para entender a Hergé

La chica del "Drácula" español

La primera princesa de la lejana galaxia

El primer Tintín coloreado

Paloma Chamorro: el fin de "La edad de oro"

Una entrevista a la fotógrafa Vanessa Winship

Una recuperación del Instituto Murnau

Heroínas de la revolución sexual

Muere George A. Romero

Un mito del cine francés

Semblanza de Basilio Martín Patino

Malevaje en la Gran Vía

Entrevista a Benjamin Black

Un circunloquio sobre la provocación

Una nueva aventura de Yeruldelgger

Una dama del crimen se despide

Recordando a Peggy Cummins

Un tributo a las yeyés francesas

La última reina del Technicolor

Recordando a John Gavin

Las referencias de La forma del agua

El Madrid de 1988

La nueva ola checa

Un apunte sobre Nelson Pereira dos Santos

Una simbiosis perfecta

Un maestro del neorrealismo tardío

El inovidable Yellowstone Kelly

Que Dios bendiga a John Ford

Muere Darío Villalba

Los recuerdos sentimentales de Enrique Herreros

Mi tributo a Harlan Ellison

La inglesa que presidió el cine español

La última rubia de Hitchcock

Unos apuntes sobre Neil Simon

Recordando Musicolandia

Una novelista italiana

Recordando a Scott Wilson

Cämilla Lackberg inaugura Getafe Negro

Una conversación entre Läckberg y Silva

El guionista de Dos hombres y un destino

Noir español y hermoso

Noir italiano

Mi tributo al gran Nicholas Roeg

De la Escuela de Barcelona al fantaterror patrio

Recordando a Rosenda Monteros

Unas palabras sobre Andrés Sorel

Farewell to Julia Adams

Corto Maltés vuelve a los quioscos

Un editor veterano

Una entrevista a Wendy Guerra

Continúa el misterio de Leonardo

Los cantos de Maldoror

Un encuentro con Clara Sánchez

Recuerdos de la Feria del Libro

Viajes a la Luna en la ficción

Los pecados de Los cinco

La última copa de Jack Kerouac

Astérix cumple 60 años

Getafe Negro 2019

Un actriz entrañable

Ochenta años de "El sueño eterno"

Sam Spade cumple 90 años

Un western en la España vaciada

Romy Schneider: el triste destino de Sissi

La nínfula maldita

Jean Vigo: el Rimbaud del cine francés

El último vuelo de Lois Lane

Claudio Guerin Hill

Dennis Hopper: El alucinado del Hollywood finisecular

Jean Seberg: la difamada por el FBI

Wener Herzog y la cólera de Dios

Gordad, el gran maese de la heterodoxia cinematográfica

Frances Farmer, la esquizofrénica que halló un inquietante sosiego

El hombre al que gustaba odiar

El gran amor de John Wayne

Iván Zulueta, arrebatado por una imagen efímera

Agnès Varda, entre el feminismo y la memoria

La reina olvidada del noir de los 40

Judy Garland al final del camino de adoquines amarillos

Jonas Mekas, el catalizador del cine independiente estadounidense

El gran Edgar G. Ulmer

La última flapper; la primera it girl

El estigmatizado por Stalin

La controvertida Egeria del Führer

El gran Tod Browning

Una chica de ayer

El niño que perdió su tren eléctrico

La primera chica de Éric Rohmer

El último cadáver bonito

La exnovia de James Dean que no quiso cumplir 40 años

Don Luis Buñuel, "ateo gracias a Dios"

La estrella cuyo fulgor se extinguió en sus depresiones

El gran cara de palo

Sylvia Kristel más allá de Emmanuelle

Roscoe Arbuckle, cuando se acabaron las risas

Laura Antonelli, la reina del softcore que perdió la razón

Nicholas Ray, que nunca volvió a casa

El vuelo más bajo de la princesa Leia Organa

Eloy de la Iglesia y el cine quinqui

Entiérralo con sus botas, su cartuchera y su revólver

La chica sin suerte

Bela Lugosi y la sombría majestuosidad de Drácula

La estrella de triste suerte

La desmesura de Jacques Rivette

Françoise Dorléac

Klaus el loco

Una hippie de los 70

Jean Esustache, entre la Nouvelle Vague y el ascetismo

Nadiuska, un juguete roto

Thea von Harbou

Jesús Franco

David Cronenberg

Sharon Tate, como en un cuento de Sheridan Le Fanu

Un guionista sediento

La reina del fantaterror patrio

Dalton Trumbo y los diez de Hollywood

La primera chica que arrojó una tarta 

El desdichado Hércules contemporáneo

En la tradición familiar

El músico del realismo poético

Otro tributo a la gran Patty Shepard

Elmer Modlin y su extraña familia

Las coproducciones internacionales rodadas en España

Marilyn Monrore y su desesperado último gesto

Un amor más poderosos que la vida

El actor atrapado en sus personajes

Entre el fantasma de su madre y el final del musical

Barbet Schroeder

Amparo Muñoz

Samuel Bronston más alla de Las Rozas

Chantal Akerman

Françoise Hardy 

Un antiguo dogmático

Jane Birkin

Anna Karina, su turbulento amor y el Madison

Sandie Shaw, ya con calzado

El gran Serge Gainsbourg

Entre la niña prodigio y la mujer concienciada

La intérprete de Shakespeare que inspiró a The Rolling Stones

La maleta del capitán Wajda

Val Lewton y su dramatización de la psicología del miedo

La alimaña de Whitechapel

Cristina Galbó

La caravana Donner

Eddie Constantine

Un nuevo curso del tiempo

Rosenda Monteros

Una criatura de la noche

Una carta a Nicolás I

Edison y el 35 mm

Barbara Steele

El felón Esquieu de Floyran acaba con los templarios

Entre Lovecraft y Hitchcock

Tchang Tchong Yen recuerda a Hergé

La musa del ciberpunk

Néstor Majnó

Una leyenda del Madrid finisecular

El rey de la serie B

La primera cosmonauta soviética

Cuando la injuria sucede a la fatalidad

Bajo Ulloa y sus cuentos crueles

La cicerone de los Stones en el infierno 

Nace Toulouse-Lautrec

El París del Charlestón se rinde a Josephine Baker

Nastassja Kinski, la dulce hija del ogro

Un tributo a Sam Peckinpah

La leyenda del London Calling

Fiódor Dostoievski frente al pelotón de fusilamiento

Mi alucinada favorita

El hombre de las mil caras

El 7º de Caballería pierde la gloria

Un recuerdo de Silke

El genocidio camboyano

Peter Bogdanovich

Guy Debord y la sociedad del espectáculo

Un héroe de Iwo Jima 

Lupe Vélez tras el último tequila sunrise

El general Lee

Roman Polanski

Un hampón italoamericano

Jane Fonda en su juventud

Kraken en la Cuesta de Moyano

Josef von Sternberg

The Beatles en The Carvern y en el show de Ed Sullivan

Que la tierra le sea leve a Douglas Trumbull

El último superviviente del hampa de Chicago

Inma de Santis

El Álamo

Una musa insumisa

El malvado Zaroff y un elogio a las revistas pulp

Miles Davis

Un polaco y el amour fou

La Legión extranjera como género literario

Conchita Montenegro

Peter Lorre y su cara de villano

El juez de la horca

Syd Barrett

Kathleen Turner

Una caricatura de la hombría

Eric Clapton

Helga Liné

Butch Cassidy

Carlos Arévalo, un cineasta español

Nace el último bohemio

Pascual García Arano

María Perschy

El Combray de Ingmar Bergman

Carlos Castaneda

Una canción de Neil Young

Un suicida dandi

Hedy Lamarr

Philip K. Dick y sus realidades bastardas

La última mujer fatal

Andréi Tarkovski, otro maldito por la censura soviética

Nace la música de la New Age

"Wie einst" Lili Marleen

Una lectura de Byron en Villa Diodati

Un apostol de la sedición juvenil

Ava en mi ciudad

Rider Haggard

Una entrada para la "Historia universal de la infamia"

La Marguerite Duras cineasta

Gallardo y calavera

El hombre que vendió su alma a Elizabeth Taylor

El crímen de Charlotte Corday

Un elogio entusiasta de la urbe

Un ángel caído

Mary Bradbury teme por su vida

Pierre Étaix y su triste gracia

El mejor verano de los Rolling

María Rosa Salgado y su conmovedora discrección

La valentía de Ramón Acín

Sylvie Vartan

La cruz de Malta de Wim Wenders

La epifanía de Louis Daguerre

Carroll Baker

Marie Laforêt y mi amigo Eloy

Eliseo Reclus atisba su quimera

Patty Pravo

Richard Pryor contra sí mismo

Miroslava, una actriz marcada por la fatalidad

France Gall y el doble sentido

Robert Bresson y el cine puro

La gesta de Alekséi Stajánov

Nace el Rimbaud del Rock & Roll seminal

Dominique Dunne, una filmografía que se quedó en el aire

Un actor vampirizado por un personaje

Tolkien publica El Hobbit

La segunda musa de Godard

John Dos Passos entra en la eternidad

Alain Resnais, el cine de la memoria

Una musa del filme noir

El cadáver de Nancy Spungen en el Chelsea Hotel

La historia de Bobby Driscoll

Un icono del feminismo

Recordando a Tina Aumont

Colgaron a Gilles de Rais

Dario Argento

Nico en el cine

Dylan Thomas en su último trance

Brigitte Helm

Un punkie en la Disney 

Nace Billy el Niño

The Wall

Tennessee Williams

Vivien Leigh

Kazuo Sakamaki salva la vida en Pearl Harbor

El proscrito de la Escuela de Barcelona 

47 hombres de honor

Charlotte Rampling

La incomunicabilità del gran MIchelangelo Antonioni

F. Scott Fitzgerald

Un pilar del cómic estadounidense

Juliet Berto

Erik, el fantasma de la Ópera

Una comedia francesa

Un pesimista alegre

Una mirada indolente a la derrota 

Sender en Casas Viejas

Kipling en su último momento

Los hermanos Marx

Puente sobre aguas turbulentas

Anouk Aimée

Mary Shelley

Quentin Tarantino

Neal Cassady 

Natalie Wood

La heterodoxia de Ermanno Olmi

Fu-Manchú

Stefan Zweig pone fin a sus días

 

 

 

 

 

 

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